La culpa es de Obdulio

El sábado pasado tuvo lugar una de las mayores frustraciones del deporte uruguayo del siglo XXI, comparable a la eliminación ante Australia, la vez que Milton Wynants se quedó sin piernas en Atenas 2004, o el retorno de Dely Valdés. La derrota de Chris Namús a mano (mejor dicho, a manos, porque le dio duro y parejo con las dos) de la colombiana Flores viene a reabrir un debate instaurado desde la primera mitad del siglo pasado, y que halla su génesis en la legendaria hazaña de Maracaná: nuestra necesidad de ídolos deportivos universales.

Es hartamente probable que la gran mayoría de los presentes en el Palacio Peñarol no sea fanática del boxeo. Me atrevo a decir que más de uno de los miles que pagaron su onerosa entrada sin chistar (como hubiera chistado, por ejemplo, al pagar esa misma suma por ver a Uruguay ante Brasil en el Centenario) lo desaprueba, y/o lo considera una práctica aberrante más cercana a la barbarie que al espíritu desarrollado en su momento por el facho del barón Pierre de Coubertin. Es más, seguro que más de la mitad de los fervorosos aficionados desconoce las reglas del boxeo, pese a que habrá comprendido que ver a nuestra púgil recibiendo semejante castigo, para luego caer, amagar con levantarse y volver a caer como caería el hombre estatua que para en 18 y Germán Barbato, no era algo funcional a nuestros intereses. O a los de Crossa.

Como ya se ha dicho en esta columna, de la mano del infortunio deportivo, la necesidad de generar ídolos virtuales se ha hecho cada vez más palpable desde los años 80 y hasta nuestros días. Así, por ejemplo, asistimos durante una década a las dudosas performances de un Gustavo Trelles eternamente campeón del Grupo N. Tardamos varios años en averiguar que como en esa categoría corría él solo, y le bastaba con no pinchar para quedarse con todos los puntos, de nada nos servía al no poder presumir ante nuestros vecinos.

Pasó luego con el ya mencionado Milton, que en una tarde afortunada nos trajo una medalla cuyo peso nos sería imposible arrastrar. Entre cuatro y ocho años nos llevó comprender que los efectos a largo plazo de la Yerba Armiño pueden dejar sin piernas al mismísimo Lance Armstrong. ¡Qué flagelo la Yerba Armiño, por Dios! Por eso, Milton querido, te pedimos: si querés ir a Londres, andá, pero a pasear, que bien te lo merecés. No soportaríamos volver a verte perder.

Chris (y ahora te hablamos directamente, en segunda persona): lo del otro día fue lo mejor que pudo haberte ocurrido. De última, te comiste un par de buena piñas (¿a quién no le ha pasado?), habrás facturado algunos buenos pesos, y hoy la podés contar. Sos joven, y tenés una carrera asegurada en el mundo del modelaje publicitario, que te permitirá solventar tus estudios y conseguir un empleo digno que te deje vivir con decoro.

¿Sabés por qué te (y nos) ilusionaste tanto? Porque allá por 1950, un puñado de uruguayos, jugando en las circunstancias menos propicias y ante un rival presumiblemente invencible, nos hizo creer que cuando hay un uruguayo o uruguaya en cancha, en la pista, en el ring, en la vida, no hay imposibles.

Y sí que los hay. ¡Es imposible que salgas a intercambiar golpes con la colombiana, Chris! Ahí tenías que agarrar y enfriar la pelea, tirar el protector bucal, acomodarte la pollerita, protestar offside, hacer como que te resbalás y buscar la cuenta de protección que te permita tomar aire y espaciar los golpes.

Te faltó boliche, Chris. Hay que decirlo. No podemos seguir apelando a este boxeo antiguo, lento, predecible. El ejecutivo de la Federación Uruguaya de Boxeo debe renunciar. Parte de la culpa la tiene Tenfield, claro está. Pero algo (no sabemos bien qué) debemos hacer, si queremos retomar la senda del triunfo que el ex patovica de Pacheco Areco nos enseñó al perder –pero ahí nomás – con el gran Archie Moore.

(Publicado en Guambia, 15-08-09).