La válvula de escape

Ayer tenía el programa preparado: miraría el partido hasta que Peñarol sacara dos goles de diferencia, y ahí invitaría a mi familia a ver "3 Millones", película que me había encargado de comprar en un Abitab, en lo que fue acaso mi segundo gesto de colaboración con la empresa Tenfield (el primero había sido comprar un libro de Atilio Garrido). De la película en cuestión, solo diré 3 cosas:

• La narración de Jaime me pareció una bosta, salvo en el momento en que cuenta cómo se puso a cantar en pedo en Kimberley. Ahí la engalanó.
• El hijo de Jaime se trilló a todas las minas que se le pasaron por delante, cual Leo Sanguinetti. 
• Yo hubiera sacado el espacio símil Jotacé y las jugadas polémicas. Para saber que hubo fau de Van Bommel en el primer gol de Holanda, no me pago 200 pesos de una entrada o 175 de un DVD más 100 Abis.

Pero el balance es positivo. Pese a que al Profesor Piñeyrúa le pusieron mal el nombre.

Como el segundo gol cayó medio tarde, pude apreciar los incidentes registrados en la unión de las tribunas Ámsterdam y Olímpica. Triste espectáculo. Poco costaba ponerse en los zapatos (costaba más ponerse en las camisetas) de esas personas que lloraban menos por la emoción que por el gas. Muchas se habrán ido sin ver el festejo, algo que me pasó a mí y a mi hijo Nacho el 5 de diciembre del 2004, cuando nos cayó una bomba de gas a escasos metros, para así perdernos la famosa remontada generada por el Lucho Romero (*).

Tiendo a suponer que los hinchas de Peñarol que arrancan butacas y se las tiran a los coraceros (**), tienen vidas normales. Son obreros, estudiantes, oficinistas, empleados públicos, atienden una farmacia. Hasta deben relacionarse y tener amigos hinchas de Nacional, Cerro y otros equipos, a los que no le pegan un piñazo en la nuca ni bien los ven por la mañana.

¿Por qué entonces no pueden comportarse de manera civilizada en el Estadio?

Dirán que por la cantidad de gente y el fervor colectivo. Pero creamé que hace poco tocó Calle 13, y había mucha gente y mucho fervor, y no hubo que tirar balas de goma. 

Algo encuentran estos individuos que les hace creer que cuando juega Peñarol todo vale, que pueden gritar cualquier cosa, pegarle a un policía, tirar proyectiles, vender merca, y que nada malo les ocurrirá. 

Si yo llego a la esquina de 18 y Barrios Amorín y le pego una piña al vendedor de garrapiñada, seguro que quedo demorado en la Seccional. Ahora, si esa misma piña se la pego en la Amsterdam, posiblemente no suceda nada. Las tribunas habitadas por las barras de los equipos grandes (no se vaya a creer que la situación de la barra tricolor es mucho mejor) son un lugar con reglas propias, impuestas desde la cultura del barrabrava que tan alimentada se ha visto por las redes sociales (fundamentalmente Facebook). Si no saltás, sos un amargo. Si no cantás, sos un pechofrío. Si no gritás el gol, te tendremos que pegar. Hay que exhibir la bandera del rival que acabamos de robar. Hay que burlarnos del hincha del otro equipo al que le pegaron un balazo. 

En la Ámsterdam y en la Abdón Porte cada vez queda menos lugar para la gente que quiere ir a ver el partido.

Quizás, después de todo, que Peñarol tenga su propio estadio puede llegar a ser algo positivo. No solo porque quedará lejos de las vidrieras del Centro, sino porque uno generalmente en su propia casa no hace las estupideces que suele hacer por ahí.

(*) De todas formas, para la estadística, lo cuento como un clásico ganado. El Cacique Medina hace lo mismo, y cuando fue reemplazado Nacional perdía 2 a 0.

(**) Es de esperar que esta gente, cuando tenga su butaca eterna en el escenario carbonero, la lleve arrancada desde la casa para ganar tiempo.