Hoy: Dilemas

A los veinte años nuestro veloz futbolista consagrá su carrera en el equipo de sus amores. Tras escribir páginas importantes a fuerza de goles y asistencias durante un par de temporadas, logra marcar el único tanto con que su equipo sale campeón, en una disputadisima final contra el rival de todas las horas. La hinchada lo ama, su nombre baja de la tribuna con más fuerza que nunca. Él es no solo el mejor jugador, es el más querido, el que representa mejor los sentimientos más nobles de sus hinchas. De ahí en más lo conocido, el viaje a Europa, la selección, las copas, los goles, los elogios, las mujeres, los millones de dolares. Vértigo. A los 32 años, con una carretilla de dinero tras su mítica figura, nuestro jugador en cuestión acepta la oferta y regresa a su país para calzarse una vez más la pilcha del equipo que lo vio nacer. Baja del avión con su familia acompañandolo, deseoso de encontrarse con sus tierras, como Anteo, para cobrar más fuerza.

Pero ya no es el mismo. Algunas pelotas que salen de sus pies terminan besándose con los carteles de publicidad cuando los laterales manejan una velocidad que ya no es la de nuestra estrella. El foso del estadio salpica luego de un tiro libre que se adivinaba peligroso. Algún murmullo fastidoso baja de la tribuna cuando pierde la pelota en dribbling en cámara lenta. Sin embargo, a fuerza de clase, de inteligencia, con el sostén único de compañeros, que lo ven como un ídolo, nuestro personaje se levanta, comienza a comprender el juego, su nuevo rol. Las asistencias milímetricas se multiplican, los goles en la hora le inflan el pecho, su nombre vuelve a ser coreado por pequeños que no eran nacidos cuando, una década atrás, marcara aquel increíble gol en la final. Las remeras con su nombre vuelven a ser las más vendidas. Es, de nuevo, un símbolo. Su clase ya no está en cuestión. Sus primeros partidos del campeonato no los recuerda nadie. Y llega una consagración más, el torneo más disputado que nunca; él ya no es la estrella sobresaliente, pero conduce a su cuadro de toda la vida a otra vuelta olímpica. Llora. Se abraza. Sus hijos ven en vivo lo que él les había contado. Gloria.

Dos días después vence su contrato. El papel está en blanco esperando su firma. La hinchada lo aclama, el técnico lo pide, sus compañeros lo adoran, los rivales lo respetan. Él quita la bolsa de hielo de su rodilla. Sabe que entre domingo y domingo visita más al médico que el compleo de entrenamiento, sabe que sus tobillos ya no tienen forma y que cada patada le atraviesa los nervios directamente hasta el cerebro. Nunca lo dice, claro. Pero ha llegado la hora de decidir.

Seguir o no seguir, he aquí la cuestión.

Él sabe que de seguir seguramente logrará acoplarse a la nueva temporada, hará algún gol, hasta ganará algún título, los periodistas dirán que es el técnico dentro de la cancha. Será héroe de vuelta. También sabe lo que ha sufrido cada partido, y entiende que es posible que lentamente vaya perdiendo minutos, que pase a ser importante para las pelotas quietas, que sea un jugador táctico, que sea el envión anímico. Eso en el mejor de los casos, si se apaga lentamente. También puede explotar como una supernova, mirando desde el banco mientras su nombre comienza a ser mal pronunciado por jovenes vestuaristas.

Así que ahora, en este momento, con el contrato en blanco esperando su firma, se cuestiona si no es el momento de retirarse, con los dolores de la última final ganada, y en la primera fecha ir al estadio a recibir el calido agradecimiento de su gente cuando lo vea sentarse en el palco oficial. ¿Usted que haría?