Recaída

Queridos compañeros y compañeras: he vuelto. Sé que no muchos se preocuparon por mí, pero lo cierto es que me agarró nuevamente la AN1H1. No crean lo que ponen por ahí respecto a que solo te la podés agarrar una vez, como una novia fea. No. Yo me la agarré dos veces, y esta última fue la peor.

Pensé muchas cosas mientras el médico del Maciel ponía cara de "con este llegamos a 12 fiambres y superamos a Guatemala". Pensé que me ahorraba los 70 pesos del regalo del día del padre. Porque siempre le regalo lo mismo: pantuflas. Increíblemente, su organismo ha desarrollado un mecanismo según el cual, a fines de junio se le rompen las que le compré el año pasado. Es lo que los neoliberales llaman auto regulación. Se le rompen, aguanta dos semanas descalzo, y zas... le compro otras, y de paso hago feliz a la familia de los pequeños niños paquistaníes empleados en la noble tarea de coser las delicadas partes que las componen.

Ahí recordé que en breve llega el día del niño, lo que me obligó a pensar en algunos regalos inolvidables. Como un auto a control remoto del hombre araña que mi prima Cosita me destruyó -según ella- sin querer. O un flipper electrónico que mi padre esa misma tarde de domingo me escrachó contra la pared porque no lo dejaba escuchar MacGyver (foto).

El último día del niño con regalo lo recuerdo como si fuera hoy. Fue el 12 de agosto del 2001, cuando apenas tenía 12 años. "El año que viene ya vas a ser un hombrecito de liceo", me dijo mi madre, "ya no vas a querer regalo".

Las pindongas. Yo quería, siempre quise. Ahora mismo quiero. Claro que en el 2002, con la crisis que le hizo perder a mi padre los pocos pesos que había ahorrado, por más que hubiera habido voluntad política, no pasaba de un slip.