Desde que tengo memoria he estado interesado en publicaciones relacionadas con el fútbol. Desde las atrayentes fotos del suplemento de Mundo Color hasta los Gráficos de mi tío, quien por alguna razón tenía la colección completa del año 1974. Lo que además de conocer el peor momento del fútbol uruguayo desde una mirada externa, me permitió crecer al lado de un fútbol argentino más parecido al nuestro de hoy, dominado por equipos medianos como Newell’s y Huracán, con el Boca querible y mediocre de Potente y García Cambón, y el River eternamente perdedor de Fillol, el Puma Morete y Mastrángelo, quien llegaría a jugar en Defensor.
Mientras tanto, por aquellos años el panorama futbolístico oriental se veía dominado por un equipo cuyos colores había aprendido a mirar con recelo mucho antes de aprender a leer. Un clásico a principios de los 80 para un hincha de Nacional era algo que cuesta resumir en 3.000 caracteres. Era jugar contra el Brasil del 70 (un Brasil que podía venir de perder ante Huracán Buceo y Fénix, lo mismo daba), no ya por el nivel de su juego, generalmente feo de ver, sino por la autoconfianza que generaba al enfrentar a su máximo rival.
Nunca se me ocurrió preocuparme por si Peñarol era más joven o más viejo que Nacional, dilema que conocí ya de grande, y cuya polémica –mal que me pese – es hija del sentimiento de inferioridad que se apoderó de Nacional desde la irrupción de Morena y hasta fines del siglo pasado. Poco me interesa averiguar si el C.U.R.C.C. y Peñarol son la misma cosa, o si no lo son, o si coexistieron en el tiempo, o si Artigas tenía un palco en el Parque Central. Más me interesa saber quién ganó el último clásico, o quién ganará el próximo, o quien viene mejor en la tabla, o si juega Bueno, o si Peñarol trajo a un arquero con manos. Y en su momento, cuando veía cómo el propio Potrillo picaba entre los zagueros y la clavaba en un ángulo, no recuerdo a mi padre diciendo “perdimos de vuelta, sí, pero tranquilo que somos los decanos, y el primer cuadro criollo”. Más bien lo recuerdo puteando a Rodolfo.
La noche de hoy me sorprenderá con fuegos artificiales, que inmediatamente me harán creer que el vecino malhumorado está haciendo justicia por mano propia, o que volvió a correrse el mínimo del IRPF. Tardaré bastante en caer en cuenta de que son los hinchas de Peñarol festejando su cumpleaños número 117.
Me dirán que hay que respetar a la historia, que la mística aurinegra no se compra en la farmacia, me hablarán del Maestro Piendi, de Obdulio, de Hohberg, de Spencer y Joya. Mas yo seguiré pensando que hace unos años, cuando el glorioso Peñarol ganaba dentro y fuera de la cancha, cuando el aún apolítico Álvez salía a descolgar un centro, cuando desbordaba Venancio o el Indio Olivera trancaba con los dientes apretados, a nadie se le ocurría pensar cuánto tiempo había pasado desde aquel 28 de setiembre de 1891, en el que a la comisión directiva de una empresa británica se le ocurrió generar una distracción para sus explotados empleados.
Mientras tanto, por aquellos años el panorama futbolístico oriental se veía dominado por un equipo cuyos colores había aprendido a mirar con recelo mucho antes de aprender a leer. Un clásico a principios de los 80 para un hincha de Nacional era algo que cuesta resumir en 3.000 caracteres. Era jugar contra el Brasil del 70 (un Brasil que podía venir de perder ante Huracán Buceo y Fénix, lo mismo daba), no ya por el nivel de su juego, generalmente feo de ver, sino por la autoconfianza que generaba al enfrentar a su máximo rival.
Nunca se me ocurrió preocuparme por si Peñarol era más joven o más viejo que Nacional, dilema que conocí ya de grande, y cuya polémica –mal que me pese – es hija del sentimiento de inferioridad que se apoderó de Nacional desde la irrupción de Morena y hasta fines del siglo pasado. Poco me interesa averiguar si el C.U.R.C.C. y Peñarol son la misma cosa, o si no lo son, o si coexistieron en el tiempo, o si Artigas tenía un palco en el Parque Central. Más me interesa saber quién ganó el último clásico, o quién ganará el próximo, o quien viene mejor en la tabla, o si juega Bueno, o si Peñarol trajo a un arquero con manos. Y en su momento, cuando veía cómo el propio Potrillo picaba entre los zagueros y la clavaba en un ángulo, no recuerdo a mi padre diciendo “perdimos de vuelta, sí, pero tranquilo que somos los decanos, y el primer cuadro criollo”. Más bien lo recuerdo puteando a Rodolfo.
La noche de hoy me sorprenderá con fuegos artificiales, que inmediatamente me harán creer que el vecino malhumorado está haciendo justicia por mano propia, o que volvió a correrse el mínimo del IRPF. Tardaré bastante en caer en cuenta de que son los hinchas de Peñarol festejando su cumpleaños número 117.
Me dirán que hay que respetar a la historia, que la mística aurinegra no se compra en la farmacia, me hablarán del Maestro Piendi, de Obdulio, de Hohberg, de Spencer y Joya. Mas yo seguiré pensando que hace unos años, cuando el glorioso Peñarol ganaba dentro y fuera de la cancha, cuando el aún apolítico Álvez salía a descolgar un centro, cuando desbordaba Venancio o el Indio Olivera trancaba con los dientes apretados, a nadie se le ocurría pensar cuánto tiempo había pasado desde aquel 28 de setiembre de 1891, en el que a la comisión directiva de una empresa británica se le ocurrió generar una distracción para sus explotados empleados.
(Publicado en Guambia, 27/09/08.)
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